sábado, 2 de abril de 2011

Idolos de Barro


UN RECUERDO PARA CAMILO

 Ya se van a cumplir 10 años, fue a principios de 2001 cuando empecé a sentirme mal de una misteriosa enfermedad que me impedía ingerir alimentos, claro que acudí al médico y en medio de análisis, tratamientos, etc. los días pasaban. El punto es que en un lapso de muy poquito tiempo perdí muchos kilos de peso, al grado de que yo mismo me sorprendí de la fragilidad de la vida y como en ese lapso de tiempo tan pequeño, lo más preciado que tiene el ser humano, la vida, se me estaba escurriendo de las manos. ¡Cómo, en un lapso de dos, tres meses, se puede envejecer años!
 Un buen día me vi al espejo y vi que estaba a unos cuantos pasos de la tumba, en ese instante decidí luchar por mi vida. Empecé de nuevo a ingerir alimentos, literalmente, como un bebé.
 En ese tránsito de aconteceres me encontraba y sin embargo yo trataba de seguir con mis actividades “normales” y un buen día, un día  especial que Dios escogió para darme una lección, me encontraba en el automóvil, en el estacionamiento de las oficinas en donde se paga el consumo del agua, esperando a que mi esposa saliera cuando vi venir a mi amigo Camilo en la dirección en que yo me encontraba. Conociéndolo -de carácter burlón incisivo-, pensé:
“¡Híjole, ahí viene Camilo y ahorita me va a acabar! Ya lo escuchaba diciendo: ¡Qué pasó #*/brón!, ¿te saliste de la tumba o qué #*/gaos?”  O bien “¡Hey, el panteón está para aquel rumbo!”.  Amigos…, decidí huir de él y me deslicé hacia abajo del asiento de manera que no me viera, cuando lo sentí pasar a mi lado e irse de largo me incorporé y por el espejo retrovisor lo vi que entraba a las oficinas en donde se encontraba mi esposa y pensé: Ya valió #*/dre el asunto, porque ahorita van a salir juntos y de nada habrá servido que me le haya escondido. No sucedió así, salió mi esposa y me dijo que había visto a Camilo y que le había preguntado por mí. A la vez me pregunta: ─ ¿Tú no lo viste? ─ Sí - le contesto-, pero él a mí no. ­
 Pasaron poquitos días, como una semana, cuando mi cuñado me dice: ─ A que no sabes quién murió. ─ No, ¿quién?....─ Camilo.
Amigos…, me dio mucha vergüenza haber sido tan cobarde y haber huido de él, su repentina muerte me hizo comprender que había yo procedido mal y pedí perdón a Dios y a Camilo, aunque tardíamente, por mi proceder, porque por poquita o mucha estimación que me hubiera tenido, seguramente al descubrir que me le andaba escondiendo, lo hubiera defraudado como amigo y hubiera caído, ante sus ojos, como un ídolo de barro. A partir de ese momento, amé más la vida, amé más a Dios, agradecido por la nueva oportunidad de vida que a mí me daba, amé más a mis amigos -con sus defectos y virtudes- y  la gran lección que aprendo yo de este suceso es: primero, la necesidad no solo de revalorar el concepto de amistad desde su más pura esencia sino también llevarlo a la práctica y enseguida:  que uno debe ser digno ante cualquier circunstancia, ante cualquier eventualidad que la vida misma te imponga. Debe uno levantar la frente, ¡Digno a los ojos de Dios!, cualquiera que sea nuestra apariencia por algún defecto que tengamos, innato o adquirido, así fuera nuestra condición el estar, por cualquier circunstancia,  ¡hechos unos guiñapos!
Enrique Arteaga Sustaita

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