Maldito destino
Por Enrique Arteaga Sustaita
Ya lo puedo platicar: Hace pocos días, camino de mi casa a
la estación del autobús urbano, me encontré con un perrito, al parecer
callejero, y fiel a mi costumbre, le
silbé; el perrito movió su rabo en señal
de amistad y se acercó a mí. Fiel a mi costumbre también, le hice unos
cariñitos en su cabeza y con palabritas dulces le di sus palmaditas en su
cuerpo. ¡Nunca lo hubiera hecho!: el perrito se dedicó a seguirme… corrí para
perderme a su vista y doblé la esquina de la calle… Al hacerlo, vi un vehículo
estacionado, lo que aproveché para ocultarme al can y cruzar la calle. Ni bien
alcancé la banqueta contraria cuando escuché un fuerte golpe… Al voltear vi al perrito salir y correr sin rumbo fijo,
llorando lastimosamente, de debajo de un
vehículo en movimiento que lo había arrollado. Maldito destino –pensé. ¿Cómo es
que un poco de amor te puede llevar a la muerte?... ¡La vida no es justa! ¿Por
qué tengo que llevar en mi conciencia la muerte de este animalito? ¡Solo bastó
un minuto de amor mutuo para que el maldito destino obrara! Seguí mi camino, muy
triste, muy dolido del corazón, con la escena impresa en mi mente; enojado con
la vida… Tenía una leve esperanza: cuando vi al perrito correr llorando
lastimosamente, no vi que cojeara… Hoy volví a ver al perrito, sano y salvo… Le
silbé… movió su rabito en señal de amistad y… agradecí a Dios por su vida; y… me arrepentí de haber nombrado “maldito” al
destino.
¡Salud!