Un día leí un cuento corto escrito por el maestro Armando Fuentes Aguirre, Catón, en el que hablaba de un perro. Decía Catón, entre otras cosas -que ya no recuerdo- cómo se admiraba de lo que él significaba para su perro, cómo el animal estaba siempre atento a la más mínima demanda de su amo, echado a sus pies, mirándolo con unos ojos llenos de amor y Catón expresaba sus deseos de que si él hubiese sido perro, le hubiera gustado ser el perro de Dios, para con tan solo una mirada expresarle ese amor tan sublime.
Yo tuve un perro así: El Pocholo, en realidad el perro se lo regalaron –muy pequeñito- a mi hija adolescente -por aquellos tiempos- pero quien haya tenido perros sabrá que el perro escoge amo y no al revés, de tal suerte que el Pocholo pasó a ser de mi propiedad a las primeras de cambio. De carácter más bien tímido, El Pocholo te decía con la mirada lo arrepentido que estaba cuando se le regañaba por alguna travesura cometida; para manifestarte su amor te daba lustre en tus zapatos restregando su hocico, orejas y cabeza en ellos y con los ojos te decía ¡cuánto te amaba!
De bebé, todos pisaban al Pocholo porque era un ovillo de lanas, de color negro azabache, el cual, mezclado con polvo de tierra y cemento del piso firme de la casa todavía en construcción, lo vestía de un perfecto camuflaje para que nadie advirtiera su presencia hasta que daba el chillido porque alguien lo había pisado ¡no sé cómo sobrevivió! Así de pequeñito, era la delicia de toda la familia y el juguete perfecto para mis dos hijos menores.
Ya estando un poco más grande el Pocholo, como en el patio de la casa teníamos conejos, cuando se les servía el alimento a estos - una especie de polvo de salvado de trigo, revuelto con quién sabe cuántas cosas más - el envidioso del Pocholo llegaba corriendo hasta la bandeja, haciendo huir a los conejos, claro que después de dos o tres grandes y apurados bocados de polvo, el Pocholo se andaba ahogando, levantando una gran nube de polvo al toser sobre la bandeja y siempre fue la misma rutina ¡nunca aprendió a reprimirse! hasta que nos deshicimos de los conejos.
El Pocholo murió de viejo, de pronto ya no quiso comer y su salud se fue deteriorando hasta que llegó lo inevitable. Toda la familia vivimos una época muy hermosa mientras el Pocholo estuvo a nuestro lado y supongo que él también. El Pocholo vivió en un mundo lleno de amor hacia él y luego de su partida todos sentimos ese horrible dolor de ausencia de un ser querido. En agradecimiento a todo ello y como un tributo a su presencia en nuestras vidas, decidí inhumar al Pocholo en el jardín trasero de la casa, al pie de un naranjo.
Ante la imposibilidad de transmitirles a ustedes todos mis sentimientos hacia El Pocholo, me valgo –para hacerlo- de las palabras del poeta Juan Ramón Jiménez, en el capítulo El Moridero, de su hermosísima obra “Platero y Yo”, lugar en donde encuentro una gran similitud con mis sentimientos.
A la fecha, ¡después de tantos años!, este recuerdo me remueve una costrita que tengo en el corazón.
Enrique Arteaga Sustaita
Juan Ramón Jiménez
XI. El moridero
…Vive tranquilo, Platero. Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del Huerto de la Piña , que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer.
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